31.7.10

Un paseo en Dublín

Tengo la sensación de que en estos días Dublín está más peligrosa. Será que se está yendo el verano y que la gente empieza a anticipar el tedio de que oscurezca a las 5 de la tarde, de que llovizne todo el tiempo, de que otra vez tenga que encerrarse en el pub y tomar hasta vomitar.

Anoche volvía a casa a eso de las dos de la mañana por una calle alternativa y medio desierta del centro, cuando empezó la acción. Cincuenta metros adelante de mí un borracho irrumpía en el medio de la calle para insultar a un conductor, quien, apenas vio la prepotencia de su rival, arrancó y lo dejó solo puteando, amenazando, descargando todo el veneno de su vida. Hasta ahí, una situación típica de un viernes a la madrugada. Yo seguí caminando, cada vez a menos metros del borracho, que se había subido a la vereda y hacía lo posible para avanzar en línea recta. Sabía que habría problemas conmigo, mi experiencia en Dublín me lo decía a gritos. Sin embargo, cansado de este tipo de situaciones, me propuse no esquivarlo, seguir mi camino viendo cómo haría para arreglármelas.

Por desgracia, mi camino imitaba al suyo y como era de esperar el loco no tardó en detectarme. Cual predador, disminuyó la velocidad para quedar a la par mía. Con su torpeza y ansiedad de quilombo su apuesta resultó evidente.

Ya estábamos hombro a hombro pero no nos decíamos nada. Yo seguía con mis auriculares puestos, sin mirarlo y sin quitarle la mirada, hasta que, vicisitudes de la vía pública, tuve que hacerme a un lado para darle paso a quienes venían de frente. Repetí el movimiento, y creo que osé rozarlo. A todo esto, ya habíamos recorrido 50 metros y el desenlace violento era cuestión de segundos. Mientras tanto, representé con eficacia un papel de tipo valiente que no quería pelearse. Aunque yo también estaba en pedo y dispuesto a plantarme si era necesario.

De un momento a otro el tipo me empezó a hablar. No le entendía bien y, después de todo, sabía que no importaba lo que me estuviera diciendo, lo determinante era que él quería buscar roña. No le contesté, ni siquiera lo miré. Di unos pasos largos y lo adelanté, consciente del peligro de darle la espalda. Ahí fue el momento en que empezó a insultarme.

No recuerdo bien qué sucedió después, sólo que él me sobrepasó y se entretuvo con algún nuevo pensamiento, como si un momento antes no hubiera pasado nada. Siguió caminando, aparentemente abandonando la disputa. Por las dudas yo seguía firme, ya sin tanto miedo y, sobre todo, sin ganas de vender otra vez mi integridad moral. Creo haberlo logrado.

Cuando nos acercamos a Parnell Street, noté que esa era la esquina en la que tenía que girar a la derecha. Ese momento fue el punto de inflexión de la historia. El hombre, que iba unos 15 metros delante de mí, me esperaba de costado tal como hacen los defensores cuando un delantero los encara en velocidad, tratando de adivinar si yo doblaba, si seguía por la misma calle, si le entraba por la izquierda o si escogía la derecha. Es en ese tipo de circunstancias que uno tiene que desplegar todos sus recursos. Si bien siempre fui arquero, no creo tener una cintura negada, sobre todo si para escapar de un crimen se trata. Entonces le amagué ir para el lado de la vereda, y finalmente le enganché para el lado de la calle. Por una vez en mi vida los roles se habían intercambiado: el Pato Fillol era él y yo era Maradona desparramándolo sobre el verde césped. Pero en la vida las reglas son bien distintas, y el borracho estaba empecinado en atacarme.

Seguí por Parnell, con el tipo siguiendo mis espaldas. La calle estaba desierta y la dureza de los ladrillos de los edificios ambientaban este episodio temeroso. Empecé a caminar un poco más rápido, todavía los auriculares puestos. Yo iba por la calle y él, a la par mía pero encima de la vereda. Continuamos así unos metros, hasta que decidí acelerar el final.

Apuré el paso, me subí a la vereda y lo adelanté, dejándole otra vez mi espalda. Empezó a decirme fucking asshole y otros insultos que me resultan indiferentes*. Tenía miedo y la adrenalina a mil, y fue entonces que decidí hacer lo siguiente: primero, me saqué un auricular para mostrarle que a pesar de no decirle nada estaba bien atento y lo escucharía si se acercaba más de lo prudente. Luego, cuando intuí que me había alejado un poco, me desajusté el cinturón, técnica que había estado ensayando mentalmente en el caso de que se presentara una situación como ésta. Se trata, básicamente, de quitarse el cinturón y romperle la nariz de un hebillazo al enemigo. Ahorcar al villano es otra de las posibilidades.

Lo cierto es que cuando me desabroché el cinturón los pantalones se me resbalaron por la cintura. Son los reveses de haber bajado tanto peso. Antes de perder la dignidad, me volví a ajustar el cinturón. No conforme aún, me lo desajusté de nuevo, esta vez sosteniéndome el jean con las manos. Creo que mi destreza hizo efecto, porque el tipo cruzó al otro lado de la calle. Ahí pude respirar aliviado, y me sentí realmente valiente. Al verlo caminar a mi misma altura, pero del otro lado de la calle, sentí unas ganas inmensas de cruzar y cagarlo a trompadas. Después de todo, la batalla ya estaba ganada.

Caminamos unos 200 metros, y el tipo intentó cruzarse de nuevo. Esta clase de situaciones suelen durar un poco más de lo esperado, lo suficiente como para poner a prueba nuestra fortaleza mental. Como decía Mohammed Alí, tanto en la vida como en el boxeo lo que importa es lo que uno hace cuando está exhausto. Cuando empiezan a aflojarse las piernas.

El borracho se frenó en la plazoleta que divide la calle, curiosamente respetuoso de los semáforos. Me insultó y volvió a su vereda. Paró a un taxi y se subió del lado del acompañante.

A estas horas la resaca lo debe estar torturando. 

* Los insultos hieren en la medida que uno los haya recibido en la infancia o en la adolescencia, o que estén ligados a un episodio traumático. Como no recuerdo que nadie me haya dicho fucking asshole en los últimos 20 años, la bravuconada no me afectó. Tal  vez otra cosa hubiera sido si me decía cagón, enfermo o maricón de mierda...

26.7.10

Desde la biblioteca del shopping

Las bibliotecas públicas en Dublín me ponen muy nervioso. No es el lugar en sí, si no cómo se comporta la gente. Para ellos, generalmente locales, es igual estar acá que en un Mc Donalds. Atienden el teléfono como si estuvieran en la cocina de su casa. Ni una vez susurran o se les escucha decir que los llamen después que ahora están ocupados. Pasa en la biblioteca del centro, pasa en la de mi barrio.

No se vayan a creer que son todos unos rebeldes que van en contra de las disposiciones del lugar. Por el contrario, en ningún lado veo un cartel de prohibido hablar por teléfono o cuchichear. De hecho, los que están detrás del mostrador son los más chillones. Les falta el mate para parecer un empleado público argentino.

Los peores no son los que hablan por teléfono sino los que hacen sus reuniones acá. Se juntan a estudiar e intercambian opiniones a viva voz, como si fuera el bar de la esquina. Estas quejas me hacen parecer un botón, un chivato, un desgraciado, pero es así: son insoportables, se cagan en todos.

Todo esto está compensado, sin embargo, por un habitué de la biblioteca que me cae muy bien. El tipo, de unos 65 años, llega acá con su anotador y su lapicera, y escribe, escribe, escribe. Y es un despelotado. Deja su bolsa de supermercado al costado, sus lápices por todos lados. Le faltaría traerse la cartuchera. Es un poeta amaestrado, no está borracho ni escribe en las plazas. Pero no falta ni un día. Siempre viene acá a contarse a si mismo, por escrito, sus experiencias.

25.7.10

...

Y entonces me pidió que le hiciera un filtro. Y yo, que sólo fumo de prestado, saqué la tarjetita del estomatólogo, arranqué un trozo y se lo pasé. Ella lo enrrolló con una sola mano, dedos índice y pulgar en sintonía. Y lo armó.

Las canciones se volvieron hermosas. El Do, el Sol, rasposos, tan suaves, entonaron el otoño.

Son estas cositas, loco. Son estas cositas. Y las sonrisas que gané en dos años.

Festival en Dun Laoghaire

Ayer fui a un festival en el barrio de Dun Laoghaire, a 20 minutos en tren del centro de Dublín. Tocaban grupos muy raros. Primero, una orquesta de rumanos y moldavos que hacían música balcánica fusionada con todo tipo de géneros. Son los Mahala Raï Banda.

Me gusta cómo la gente de esos lares se maneja en el escenario. Son raros, feos, narigones, tienen acordeones y muchísimos vientos. Producen sonidos chillones que a pesar de todo no alteran la paciencia. Y logran una fiesta con un sabor a bailemos que se acaba el mundo que me hace sentir vivo. Me hizo acordar a las fiestas de la Bubamara de Buenos Aires, aunque en un contexto totalmente diferente. El efecto es el mismo: comunión del público con los músicos y en mí las ganas de alguna vez poder estar arriba del escenario transmitiendo lo mismo.

Después de estos tipos, llegó Khaled, un argelino que estaba anunciado como una estrella del pop internacional. En su país, decía el folleto, su carisma produce el mismo efecto que el que Elvis conseguía en los 50. Me dispuse a ver.



Al principio, su presencia era un poco rara para Irlanda. Con su camisa cuadrillé, su arenga inocente y sus gestos de buena onda, Khaled parecía un peluquero del barrio de Once puesto a competir en la final del programa de Roberto Galán. Ni los que aparentaban conocerlo se mostraban muy entusiasmados. Sin embargo, vencido el primer impacto de aburrimiento -Amaya no pudo-, Khaled empezó a envolvernos con su cadencia. Sus zapatos, su cinturón, sus rulos de resorte. Todo lo que en él conformaba un estilo del que nos burlábamos para nuestros adentros fue expresándose como un arte auténtico, valioso. Después de 40 minutos, hasta las abuelas gaélicas se movían. Avivado por gritos en árabe y banderas de Palestina, Khaleb se ganó al público con su simpatía, y sin saberlo ni expresarlo explícitamente dejó un mensaje de paz. Y yo digo: ¡Viva Khaleb!

22.7.10

ander de carpet

Hace un rato recibí el llamado de un tipo interesado en alquilar mi habitación, y comenzó el operativo esconder la mierda bajo la alfombra. Tiramos a la basura los catorce tubitos de papel higiénico vacíos que estaban desperdigados en el baño, descolgamos la ropa que estaba puesta a secar encima de cada estufa de la casa, sacamos la comida podrida de la heladera y matamos una a una las avispas que acampaban en la cocina. Ahora resta levantar las quince latas de cerveza marca Lidl que se reparten en el living para que mañana comience la función, para efectuar la pantomima de hacerle creer al despistado o despistada que en realidad no somos sucios sino experimentadores. Estamos en otro mundo, loco, no es que seamos roñosos y malvividos.

Cuando yo vine a ver la casa, en enero pasado, la puesta en escena había sido efectiva. Me recibieron dos pibes, uno era profesor de música y el otro un guitarrista aficionado. La visita alimentó en mí el sueño de vivir ahí en un estado lisérgico, rodeado de flores, haciendo música, tocando el saxo y la guitarra. El lugar estaba bien. En mi cabeza giraba la idea de arreglar el cuarto a mi gusto, de ponerlo lindo, vivo, salvaje y de empezar a prepararlo para cuando viniera Chiara. Esta habitación donde hoy pasé seis horas frente a la computadora estaba llamada a ser un espacio pequeño y alegre, compartido y propio. Con olor a sahumerio, transformador. Pero el tiro salió por la culata.

Los pibes, al final, se quedaron una semana. Entendí de golpe que me habían dicho que vivirían acá sólo unos días. Yo había llegado para reemplazar a uno de ellos. La otra habitación era para la refugiada, una mina simpática y bien dispuesta pero que después de trabajar prefiere estar sola en su habitación. El otro tipo, el único estable en el elenco de esta casa, fue, es y será el innombrable, un cultor de la borrachera intrascendente, un campeón del frisbee en el Fairview Park, un mesiánico del reviente en camino directo a la autodestrucción.

Como dije, las cosas salieron distintas. Hice algunas cosas, otras no pude. Se a vida é. Ahora hago lo que no cumplí antes. Adorno mi cuarto, lo pongo a punto, mañana se lo presento en condiciones al desprecavido. Seguramente él también le pondrá sus sueños y deseos. Y eso es lo que, adivino, le hará pasar por alto que la casa se cae a pedazos, que en el patio hay escombros y bolsas de basura podrida, que al inodoro le falta la tapa y que el barrio es todo lo peligroso que puede ser un barrio en Irlanda. Sus ganas lo harán pisar el palito y verá sólo lo positivo.

Eso es lo genial del entusiasmo. Te hace tirarte de cabeza, poner el miedo en stand by, avanzar para todos lados. Si el tipo mañana actuara en forma sensata ni se pensaría el mudarse a esta casa, haría lo que hacemos hacen los sensatos: anticipar, fruncir, pedir garantías. Vivir, en definitiva, con la calculadora en la mano.

Como sea, me queda poco en Clonmore Road. Empezaré a buscar nuevos cuartos. Que es lo mismo que decir nuevos rumbos. Que es como tener ganas e ir para adelante. Hasta que sienta que vale la pena quedarse.

Hasta que realmente quiera quedarme.


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19.7.10

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En la llaga del destiempo

Y vos, qué haces, allá?

El mar te imanta, y nunca te vi hecha una milanga en la arena

Quién pudiera

Quién lo hubiera permitido

Acá más teclas sin música y sin músico

Melodías de momentos encumbrados por ya no estar

al alcance

de

la

mano

Si supieras adónde ir,

Permitite el desconcierto

Contagiame la chispita

Convidame el confite del deseo

Sacá la cara por los dos y decíles que

en realidad

nos fue

todo

bárbaro

que abusamos de la sonrisa y el baile

que las sorpresas eran moneda de cambio

pero también, no te olvides

deciles que no quisimos estallar en mil pedazos

temimos ser felices

y ahora nos duele todo

a mí también.

11.7.10

la ronda

Los tipos están bailando. Flexionan una pierna, levantan la rodilla. Y patean.

Ahí va.

Giran perdidos en la noche,

Son 6 o 7. Hoy no conocen lo que es perder la paciencia.

Lo que es desayunar vestidos en sus batas. En jardines prestados por

panzones

Hoy el más alto de ellos descubrió la anarquía. Y ahora no puede parar. No sabrá lo que es parar.

desconocen el silencio. Ahora se están inundando de golpe, de a ratos, para siempre.

Al más alto se le sueltan las lágrimas. Traicionarse lo conmueve. Sabe que sabrá lo que es un buen abrazo.

Y se quema por dentro.

Encendido.