12.2.11

pausita

se acabó
por un rato
esta fiesta íntima
que se volvió muy compartida
con más testigos de lo aconsejable
le seguiré dando al cuaderno
ya no pasan tanto unas cosas
y pasan otras viejas-nuevas
ya salí al sol, ahora a bucear por dentro
un rato largo

14.1.11

Ideas sobre la improvisación #2

Improvisar es un monólogo de uno, una provocación a sí mismo, un maremoto aparentemente inconexo que ordena las piezas sobre la marcha.

Improvisar es para cualquiera que acepte el desafío.


Es aconsejable tener el cuerpo suelto, gestualidad gomosa o distraída.

Las manos pequeñas, flexibles absolutamente todas las articulaciones (estoy pensando en las muñecas de Liji).

También, para improvisar, hay que estar muy atento. Mandarse sin más, intervenir la orquesta cuando se vea el hueco. Sin recaudos, pero con los segundos contados.

Un exceso improvisativo puede quitarle sustancia a la obra, cuyo contorno debe ser lo único a respetar (estoy hablando, por ejemplo, de música).

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12.1.11

Ideas sobre la improvisación #1

Para improvisar hay que olvidarse de uno.

En el momento de la improvisación no cabe reflexión alguna.

Un síntoma de haberse entregado a la improvisación es no recordar en absoluto su contenido (sólo queda la sensación eléctrica del momento presente vivido a pleno).

Para el que no improvisa, nunca es la primera vez. Nunca se sorprende.


¿Qué es enemigo de la improvisación?

Anticipar el escenario.

Pensar el contexto.

Visualizar posibles errores sucediendo.

Recordar la reprobación del otro en situaciones supuestamente similares a las que se están por desarrollar. 

¿Qué facilita la improvisación?

Sentir el cuerpo bien gravitado, que es igual a la confianza

Explotar el lado peculiar o maldito

Desarrollar la cualidad de no tenerle miedo al silencio o al vacío de voces
 
Estaría bueno que Divino Reusch, el Pianista del Cine Mudo y otros improvisadores de fuste aporten su decálogo

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10.1.11

ojala


Hay una forma de hacer psicoanálisis que a mí no me sirve. Básicamente consiste en vomitarle al terapeuta todo el tóxico acumulado y quedarse en un regodeo perverso de broncas y llantos donde uno se hace el pobrecito y decide situarse, casi sin darse cuenta, en una posición de inmovilidad: desde ese refugio verifica que pasar a la acción que lleva a los cambios no es un buen negocio; se arma un discursito escéptico, de distanciamiento, y reposa en la hamaca de la invalidez.

Lamentarse no es el problema en sí mismo. El inconveniente de este modo de transcurrir la terapia comienza cuando el quejido se transforma en una paja eterna de autocompasión: ¡ay, pobre de mí! es la exclamación – el pobre enfermito se las arregla para ser el centro de todas las miradas.


Falta de talento, familia neurótica: ¡latigazo! Fealdad, mala suerte, mala genética: ¡latigazo otra vez! Como víctimas, desde una posición miedosa, azuzamos enemigos que nos paralizan y nos sacan el peso de responsabilizarnos de nuestro crecimiento. Desentenderse de tomar las riendas del desarrollo propio alivia como el chupete al niño eternamente cobijado. Crecer, en cambio, requiere mirarse desde afuera de forma implacable, con ternura pero sin piedad.

Para convertirse en persona hay que dejar atrás mucho lastre. A veces hay que escapar de situaciones en las que uno se ve obligado a decir que no constantemente.

A pesar de ciertos terapeutas, el intercambio verbal, llegado un punto, no sirve para nada: es una excusa para evitar afrontar los retos, es hacer gimnasia con la lengua sin avanzar un solo centímetro. Estos psicoanalistas no conciben otra salida que la de la concordancia entre las partes. Veneran al dios del diálogo y entienden la vida como una sucesión de etapas de transición, donde la ruptura es siempre apresuramiento o inmadurez y nunca un gesto de salud mental.

Hay una opción que grita: salta, y después piensa todo lo que quieras. La otra opción susurra lo opuesto: piensa hasta el último detalle, y una vez que estés seguro salta. Yo abogo por la primera. Defiendo el escapar como sea, como se pueda, de las situaciones artificiales. Me lo enseñó el payaso lisérgico. A sus palabras sabias agrego que la acción violenta espontánea, si sirve para respirar, es una herramienta válida de crecimiento. Aunque este camino implique cortar ciertos cordones a mordiscazos.

Notas relacionadas:

4.1.11

Frigidez creativa


Se le atribuye a Roberto Arlt la frase “el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”. Es una linda consigna, tranquiliza: no se trata de ser bueno sino de insistir hasta el hartazgo.

Yo creo en esa proclama. Suscribo a la idea de que existe una conexión entre la prepotencia –entendida libremente como repetición incesante- y la calidad. Entiendo que una tarea manantial y sistemática deviene de algún modo en expresión refinada. La otra parte de la frase -si el futuro es nuestro o de otro- me tiene sin cuidado.


Mi ídolo Rozitchner habla de la gente que padece bloqueos creativos. Híper exigentes, a estas personas les cuesta empezar a escribir, pintar o tocar. La solución que él plantea es la de desplazar la exigencia desde la calidad hacia la cantidad. El único compromiso, dice, debe ser el de la producción abundante, sin excusas ni feriados. Acercarse a la calidad a través de una obstinación cuantiosa. Rodearla. Acumular miles de millas de práctica.

Se trata de soltar la mano para que la fluidez encuentre su sitio. Tomar de rehén a la pureza, abrirse camino de a cien machetazos.

En este proceso de avasallamiento productivo la inteligencia crítica es el principal obstáculo. Es un recurso a utilizar luego, cuando haya que seleccionar el material disponible, pero hasta ese entonces es preferible tenerlo bien lejos. Fuera de aquí con tus sermones. No quiero un dique para este río.

Declarar en huelga al corrector es requisito para dar un paso adelante en la tarea creativa. Despreciar la calidad para ganarla, agregaría Rozitchner. Si uno ablanda el terreno y hace espacio, las ideas empiezan a caer como lemmings: aparecen por todos lados y se esparcen. Al producir material abundante mil ideas surgen listas para salir al ruedo. Es de esa exuberancia que la calidad se nutre.

Si el músico compone fragmentitos todos los días, durante un año, tendrá sus 12 buenas canciones más pronto que tarde. Lo mismo sucede con el pintor y sus cuadros; con el alfarero y sus vasijas.

Así como no hay parálisis creativa que resista el cascoteo incesante del deseo trabajado tampoco hay belleza que no nazca de un querer insistente y disciplinado.

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