28.8.10

Manco

Tuve el blog medio abandonado. Hasta ayer estuve trabajando, durante un mes, en una empresa de localización de videojuegos. Mi rol consistió en testear un jueguito y chequear que esté bien traducido al "español de latinoamérica". Esto es, cambiar los "colega", "tío" y "vosotros" por sus correspondientes mexicanos (que ése era el idioma, nada de español neutro). Cincuenta y ocho horas por semana, todo un récord personal. No creo haber trabajado tanto desde mis picos como free lance en Buenos Aires. Otra vez enfrente de una computadora. En este caso, dos computadoras y una Xbox. A la hora cincuenta de la semana, se confundían los mouses y los teclados. Escribía en uno, y las letras salían en la otra pantalla. A veces me cruzaba de piernas, se me enredaban los pies entre tanto cablerío, y desenchufaba la consola en el momento justo en que el villano hechizaba al héroe. O me levantaba de apuro, trastabillaba con el joystick y se me venía abajo el búnker.

También se me agarrotaban los dedos. Empecé a escribir con tres dedos de la mano izquierda y sólo uno de la derecha, que está perdiendo sensibilidad. Padecimientos tan modernos como el de los nenes con síndrome de déficit de atención. Dalma lo tenía en la Escuela Argentina y por suerte nunca lo diagnosticaron.

Los monitores estaban bien bajitos, o la silla muy alta, la cuestión es que tenía que mirar 45 grados hacia abajo, como hago ahora con la notebook, pero de 10 de la mañana a 8 y media de la noche. La solución fue poner debajo de cada pantalla un libro de 700 páginas que Clinton tenía tirados en casa. Ayer, antes de dejar la empresa, le regalé uno a un compañero italiano. El otro me lo olvidé a propósito. Total, Clinton no los iba a leer. Que se joda, por comprarse libros de 700 páginas.

¿Qué más contar? Los días se me pasaron muy rápido. Salía a las 8.45 de la mañana y caminaba por 35 minutos hasta el tranvía del parque Stephen´s Green. En el camino iba escuchando la radio o unos curso de psicología en inglés que me bajé de Internet. En O´Connell Street me daban el diario gratuito de Dublín, que se parece más a un medio barrial que a un periódico de una capital europea.

Los tranvías acá no tienen más que 4 o 5 vagones, por lo cual, todos los días me tenía que sentar al lado de algún compañero de trabajo. Se complica hacerse el distraído en espacios tan reducidos. De todos modos, con el tiempo desarrollamos un acuerdo tácito con los colegas más asiduos, que se resume en un está bien, yo me voy a sacar los auriculares para hacerle honor a tu presencia, pero dejame leer el diario tranquilo. Y así pasábamos los 20 minutos de viaje hasta la última estación, Sandyford, dejando caer algún que otro comentario sobre la sección de carta de lectores. Veinte minutos más a pie y llegábamos a las oficinas. Esto da un total de dos horas y media de viaje por día. Más las 10 horas de trabajo y la media hora de almuerzo -que no se computa como trabajo, y así te lo hacen saber a fin de mes-, resulta en una vida consagrada al laburo. Luego llegar a casa, bañarse, cocinarse para hoy y para el tupper de mañana. Casi como un sueño peronista. Un poco de Dr. House, y al sobre.

Ayer terminó y fue una gran experiencia. Cancelar el pasaje a Buenos Aires que tenía reservado para el 27 de agosto valió ampliamente la pena. Ahora un poco de vacaciones, y tal vez regrese en menos de un mes. O tal vez me quede. Quién sabe.

8.8.10

How to become a racista

Ya he escrito sobre Clinton y sobre Marite, mis compañeros de piso, y no me parecía relevante hablar del otro ocupante de la casa, simplemente porque no se me ocurrió nada atractivo que contar. No sé si es un problema de mi imaginación o de la poca acción que él propone. Como sea, ahora se fue y dejó su habitación en manos de un sudafricano. Es negro. Digamoslo de una vez y sin eufemismos.

No seré yo el que aclare que no tengo nada contra los negros, aunque por la negativa lo estoy haciendo. Ningún argentino que no esté pleno de odio detesta a los negros. No tiene sentido. Simplemente ahí no tenemos, los mataron a todos hace un siglo, y los pocos que quedaron se fueron a Uruguay. OK, alguno queda por ahí, pero no es una presencia cotidiana, no hay razón para temerles, no hay excusa para odiarlos. La cuestión es que ahora hay un negro en mi realidad, y los prejuicios empiezan a acecharme. Él se encarga de descartar algunos y de generar otros.


Gerard, así se llama el tipo, me llamó por teléfono al segundo día de haberse mudado con nosotros para decirme que se había olvidado la llave y que necesitaba que alguien le abriera. Le dije que no estaba en casa. Cuando le propuse llamar a mis compañeros de piso y averiguar si ellos podrían abrirle, me enredé con el inglés y el tipo se impacientó. "Oh, my god", dijo, mientras se escuchaba la risita de una mina que estaba con él. "Sólo dame sus números", prepoteó, impaciente. Ahí empezó a restar puntos. Yo lo estaba tratando de ayudar, y él me contestaba con soberbia. Así no vamos a llegar a ningún lado.

Tres días después, llamó por teléfono desde su habitación a Marite, mi compañera de piso letona, que estaba en su cuarto a punto de dormirse. Le dijo que gustaba de ella (I like you) y que le gustaría que salieran juntos. La letona se indignó, tan blanquita y rubia ella, tan oscuro él. Se levantó de la cama, y recorrió los dos pasos que separan sus habitaciones para ponerlo en su lugar y tratarlo de desubicado. "No me extraña de gente como él", me contaría dos días después, mientras con una mano sostenía la taza de té y con dos dedos de la otra se acariciaba la piel del brazo. Esta incorreción política es lo que me gusta de la gente ignorante. Cuando te reponés de la indignación que te causa su racismo, te inunda de ternura que no se dé cuenta de lo mal que queda mostrarse tan odioso y limitado. Sea como sea, prefiero escuchar estos comentarios antes que a estudiantes de periodismo que dicen afroamericano o gente de color.

Ni bien pisó Clonmore Road, y como si quisiera quitarse de encima los prejuicios que a veces hay sobre la gente de origen africano, Gerard dejó en claro con palabras y acciones que él es una persona muy limpia. Se pasó todo el día fregando el baño y la cocina (trabajó como un negro, acota mi angelito malvado) hasta dejarlos impecables. Con esa maniobra se ganó un poco nuestra simpatía. Después tiró el colchón donde dormía el irlandés, un pedazo de gomaespuma con olor a whisky exudado al que reemplazó por uno más digno, en línea con el trato que él se esmera en demostrar que merece.

Por culpa de un negro, hoy mi casa es un sitio más habitable. Por gracia de Gerard, cuando un día de éstos Marite me pregunte qué pienso de los niggers, voy a contestarle: "Son todos limpios y arrogantes, y no saben cómo levantarse a una mina".

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7.8.10

Matar al padre

En un momento de indecisión, de temor por todas las opciones que tenía, empecé a soñar con pirarme a Brasil con ella. Yo estudiaría el saxofón, tal vez en la habitación que Helio me iba a prestar en Salvador de Bahía. La foto de esa ciudad en su salvapantallas me cautivó. Simplemente viviría allí, aprendiendo de los brasileños. Y ella compartiría la experiencia conmigo, mientras pondría su amor en los tejidos, la danza o alguna otra forma del arte.

Pero aquí estamos, casi un año después, y las cosas tomaron otro rumbo. Me picó un poco el bichito del sedentarismo, el único estado en el que imagino que puedo desarrollar mis pasiones. Viajando todo es intenso, pero no se desarrolla. Es siempre volver a empezar desde cero. Y lo nuestro con ella, además, partió de la cima y se fue hundiendo. No se desenvolvió. O creció mal, torcido, para adentro.

No más Brasil, no más Irlanda, no más ella. Mueren cosas en mí y nacen las otras. El entusiasmo sigue, y eso es lo bueno.