23.6.10

Dos orejas bien grandes

Estas semanas Dublín está genial. Clima soleado sin calor insoportable, luz hasta las 10 y media, 11 de la noche. Por cierto, no hay nada que me guste más que las caminatas perdidas con Chiara, hacia ninguna parte. Salimos 9.30, 10 de la noche, y volvemos justito antes de que se haga de noche. Somos como vecinos de toda la vida que salen a recorrer el terreno, hacemos del canal mugroso una playa espléndida. Y hablamos, hablamos, hablamos: del futuro, del ahora, un poquito del pasado juntos que es Barcelona. Ella sí que sabe escuchar.

21.6.10

Salgan al sol... Revienten!

Mi vida oscila entre el estar en una oficina tecleando y estar en mi casa tecleando. Cuando estoy en la oficina, leo blogs, libros, relatos, y siento que estoy perdiendo el tiempo, que debería estar explorando el mundo, viajando en una combi o haciendo la del paria desde mi habitación. Cuando hago la del paria, sueño con volver a la máquina de café de la oficina: planeo especializarme, volverme experto para regresar a la oficina.

Estudiar; ésa es otra de mis seguridades. Especializarse, estudiar: en definitiva, aprender el libreto, encorsetar la experiencia; como si fuera posible minimizar la hecatombe.

Creo que la profesión de músico sintetiza el estudiar y el salir al mundo. Momento de reflexión, de repetir y memorizar, de cranear, de volar un poquito. Y momento de salir al sol, de exhibirse, de ejecutar.



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18.6.10

Asta aquí llegue -cuak!-

Asta es el peor jefe que alguna vez tuve en mi vida. Lituana, rubia, buen culo (perdón, Chiara), tiene un gesto de desprecio que rara vez en el día le hace espacio a la sonrisa. Es de esa gente que cuando habla casi no abre la boca, yo creo que tiene vergüenza de prestarte atención, de mostrarse comprensiva, de asentir con una sonrisa.

Mi antídoto, cuando me hace quedar mal frente a los clientes, es putearla en voz muy bajita, en la jerga más porteña que se me ocurra: andate a la puta que te pario, le puedo decir a esta lituana, en un lugar donde trabajan filipinos, letones, sudafricanos, donde nadie reconocería mi insulto si no pongo cara de odio.

Cada vez que trata mal a un cliente me hace sentir bien porque expone su desgracia. Me alivia no sentirme su único blanco (es que no hay un único blanco).

Su hostilidad alimenta una fantasía: un día entra un cliente, le pregunta si puede cambiar el chocolate orange marzipan que acaba de comprar por un orange crunch. Asta enloquece, se muerde los labios, achina los ojos, resopla y le contesta mal. Puede responderle algo como: "no se puede, la próxima vez prestá más atención". Entonces el comprador, enojado por la mala onda, le pide hablar con su supervisor. Ella le dice que él no está, que si quiere tiene el libro de quejas a su disposición. El cliente, que no cree en estas cosas, le escupe en la cara, sin más. No conforme, mete el dedo en el bombón orange marzipan, saca un poco de esa bola golosa y se la mete dentro de la nariz. El local está lleno y todos los empleados vemos la escena. Ninguno de nosotros la defiende. En ese momento todos somos el cliente.

Asta llora. Se desarma en lágrimas. Donde todos esperábamos más agresividad, encontramos su lado verdadero. El velo se descorre y aparece toda su angustia. Las peleas con sus novios, el papá ausente, su ilusión de ser alguien, la vez que le dijeron que no servía para nada. Todo eso aparece ahí, en un estallido. Asta no sabe cómo manejar la situación. Sale del local corriendo. Por una semana no se sabe nada más de ella. La empresa le abre un expediente disciplinario.

Mientras planea una vuelta decorosa, se la pasa encerrada en su cuarto. No está bien, sufre la situación pero se da cuenta de que necesitaba pasar por ese trance. Empieza a escribir lo que le pasa, lo que recuerda de cuando era chica, pone en el papel lo que sentía en la escuela primaria cuando sus compañeritos le decían "La Momia" por esa incapacidad expresiva, por esa falta de sonrisas. Rememora la escena del muelle de su pueblo en que su tío le dijo que en su familia nadie salía de pescador, que era en vano intentarlo. Revive el sentirse condenada.

Ni bien recupera el instinto vuelve de su autoexilio. Está a la vista que ha recibido un baño de humildad. Habla poco, agradece, ya no regaña a nadie. El cliente no vuelve más. A los seis meses de reincorporarse, Asta regresa a su pueblo. Se compra un sahumerio, intenta una vez más leer aquel libro que se compró hace dos años. Y empieza a investigarse. Finalmente, se casa con un primo.

Todo esto, claro, no pasó y es improbable que alguna vez suceda. Lo único cierto es que a la tercera semana de trabajar vendiendo café y chocolates en un local paquete de Dublín me cansé de ella, que si bien es la mano derecha del jefe es la que ejerció el mando durante todo este tiempo. Trabajo este fin de semana y termino. Asta seguirá ahí, seguramente muchos años más. Ojalá que afloje. Puede que la vida le tenga reservada una sorpresa.

15.6.10

cuando un hombre se encuentra encerrado en una caja, empieza a decorar esa caja

Me gusta creer que nada es definitorio. Que nos podemos mandar cagadas, tibiezas e inconsistencias, no importa la edad que tengamos. Que siempre hay algo de tiempo que perder. Que arrepentirse, además de inútil, es cobarde.

Siento que la música siempre pone las cosas en su lugar. Inhibe -más bien los desestima- todos los razonamientos que tejemos en torno a nuestras ideas, a nuestras decisiones, a nuestros miedos. Y te dice: tranquilo, es más fácil, es mucho más fácil. Si al final, no tenés por qué ser tan importante.

Hay gente que vive echándole la culpa de su existencia a los padres, al entorno, a la genética o a la mala suerte. Hacerse responsable es mucho más difícil. Pero cuando lo descubrís, todo se relaja, ampliás la mirada, te volvés más cariñoso. La culpa cede. Y con ella la vergüenza se disuelve de a poco.

Lo mejor es escaparle al enredo. Evitar el diccionario. Fluir para todos lados. Con huevo, haciéndose cargo, sin todas las voces hablando al mismo tiempo.

Con el tiempo nos ponemos cada vez mejor para escuchar a Spinetta. Mati ya lo sabía en la secundaria.

9.6.10

Los hombres de jogging atacan de nuevo

Ya lo hablamos, Summerhill es zona peligrosa. El área oscura de Dublín. Hace 10 minutos viví en esta calle una escena ridícula, casi graciosa.

Tres niños de jogging me atacaron un poco. Yo no lo podía entender, tendrían 12, 13 años e iban caminando en dirección contraria con sus redbulles en la mano.

Hay que decir que estoy algo flaco, venido a menos, porque uno me hombreó y me sacudió un tanto, me hizo girar 180 grados. Cuando me quedé mirándolos, con la mochila colgada de un solo brazo, el otro niño de jogging agarró la correa suelta de la mochila y tironeó de ella. Ahí, en una décima de segundo, me dije: no podés ser tan salame, hacete respetar. Tironeé con fuerza y gracios a dios la recuperé al tiempo que le gritaba en castellano: ¿qué hacés pendejo de mierda?, y me iba para atrás mientras trastabillaba.

Di media vuelta, los miré, no venían, caminé 30 metros hacia mi casa y me encontré a Marite, mi compañera de piso. Le conté lo que pasó y se me cagó de risa.

Decí que en dos días empieza el Mundial...

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6.6.10

Morir sin glamúr

Rozitchner dice que Sumo nunca le pareció gran cosa y yo después del cimbronazo pienso que tiene razón, que Luca era medio salame, una caricatura de sí mismo, un puesta en escena para la gilada que aplaude que un hijo de millonarios demente tome pampa y deje prosperidad. El personaje entretuvo toda mi adolescencia.

Tiene canciones muy buenas, es cierto, pero a pesar de lo que quiso hacerle creer en una entrevista a Lanata no anticipó nada. Además eligió un cementerio de mierda donde le dejan botellas de ginebra boca abajo y le rezan los borrachos.

Nunca le dio el cuero para ser un Jim Morrison del conurbano.


No tan distintos: