26.7.10

Desde la biblioteca del shopping

Las bibliotecas públicas en Dublín me ponen muy nervioso. No es el lugar en sí, si no cómo se comporta la gente. Para ellos, generalmente locales, es igual estar acá que en un Mc Donalds. Atienden el teléfono como si estuvieran en la cocina de su casa. Ni una vez susurran o se les escucha decir que los llamen después que ahora están ocupados. Pasa en la biblioteca del centro, pasa en la de mi barrio.

No se vayan a creer que son todos unos rebeldes que van en contra de las disposiciones del lugar. Por el contrario, en ningún lado veo un cartel de prohibido hablar por teléfono o cuchichear. De hecho, los que están detrás del mostrador son los más chillones. Les falta el mate para parecer un empleado público argentino.

Los peores no son los que hablan por teléfono sino los que hacen sus reuniones acá. Se juntan a estudiar e intercambian opiniones a viva voz, como si fuera el bar de la esquina. Estas quejas me hacen parecer un botón, un chivato, un desgraciado, pero es así: son insoportables, se cagan en todos.

Todo esto está compensado, sin embargo, por un habitué de la biblioteca que me cae muy bien. El tipo, de unos 65 años, llega acá con su anotador y su lapicera, y escribe, escribe, escribe. Y es un despelotado. Deja su bolsa de supermercado al costado, sus lápices por todos lados. Le faltaría traerse la cartuchera. Es un poeta amaestrado, no está borracho ni escribe en las plazas. Pero no falta ni un día. Siempre viene acá a contarse a si mismo, por escrito, sus experiencias.

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