5.12.10

El día que iluminé a mi hermano

No creo que a nadie vaya a interesarle, pero hoy les quiero contar cómo nació la relación de mi hermano Martín con la lectura.

A principios de la década de 1990, tendría él 8 años y yo 6, lo estaba persiguiendo por el jardín de la casa. Me había hecho alguna maldad, seguramente puesto chinches adentro de la zapatilla o quitado el asiento del karting.

Carrera loca, él cagándose de risa, yo hinchado de bronca, los ojos acuosos de odio del Beto Alonso en las mesas de Niembro. Se metió en el baño del fondo, y cerró tras de sí la puerta de lata. Sujetó la manija hacia arriba con todas sus fuerzas. Yo martillaba el picaporte a puñetazos pero no lograba destrabar la cerradura. Entonces tomé una decisión que en su momento me pareció inteligente. Saqué la llave de la puerta del cuarto de herramientas, y la usé para cerrar la del baño. Funcionó. Martín quedó atrapado en un rinconcito de 3 metros por 2.

Cuando empezaba a arreciarle la fobia, me ordenó que le abriera, haciendo valer la autoridad que en esa etapa de la vida representa ser dos años y tres meses mayor que un hermano. La llave había quedado puesta. Cuando la quise girar para sacarlo me di cuenta de que sería imposible. Había resultado la idónea para encerrarlo pero no para dejarlo salir. El baño del fondo se convirtió por 5 horas en su jaula con inodoro y lavabo.

Era martes, mis viejos estaban trabajando, no sé quién había quedado a cargo de nosotros. Seguramente estábamos de vacaciones, porque no era un día de escuela. Llamaron a mi viejo, que llegó hecho un villano. Una puteada de Luis puede hacer que los All Blacks interrumpan su haka. Imagínense cuando largó la primera renegada; yo ya era un llanto desconsolado.

Cortafierros, llave inglesa, motoniveladora. A todo recurrió ese hombre mitad de traje mitad de campo que siempre fue mi viejo. Las rodillas al suelo dándose maña. Una imagen graciosa o tierna, en ese momento mi papá tenía una disputa personal con una puerta; mientras, mi vieja me consolaba. El tiempo pasaba y no había forma de hacer salir a mi hermano.

De pronto, algo mágico ocurrió en la cabeza de papá, yo lo vi, un destello creativo, un guiño de hombre a su infancia: se acordó de las historietas Patoruzito, que tanto habían alegrado su adolescencia. En ese momento tuvo la certeza de que serían el mejor antídoto para calmar a la criatura asustada en que se había convertido el pequeño Martín. Caminó las tres cuadras hasta el quiosco de revistas de Federico Lacroze y volvió con un pilón debajo de la axila. Patoruzú y Patoruzito, Isidoro Cañones, Lupín, un festival de viñetas y palabras. Se las pasó a su hijito por debajo de la puerta.

Como si en realidad le hubieran alcanzado el joystick de la family game, Martín hizo un silencio sagrado. No volvió a hablar hasta que a eso de las 8 de la noche mi papá logró destrabar la puerta. Si te tengo que contar lo que me parece, salir, a esa altura, le daba lo mismo: el Cabezón ya hacía un buen rato que estaba liberado.

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