15.9.10

Berlino #1

El legado de Hitler es la principal atracción turística de Berlín. El autodenominado fuhrer es el Gaudí de Barcelona, el James Joyce de Dublín. Su búnker, la plaza donde ordenó quemar 20.000 libros escritos por judíos o comunistas -o por judíos comunistas, unas de las combinaciones más peligrosas-, la iconografía de su época, los intentos de asesinato. Todo es Hitler y nazismo. Doce años de historia que se tragaron los 900 restantes.

Escucho un discurso de Himmler a los oficiales de las SS sobre la Solución Final, el plan para asesinar a todos los judíos de Europa, una iniciativa de la que debía hablarse puertas adentro, afirmaba, pero nunca fuera de los límites del partido.

Ustedes me dicen no hay problema, mataremos a todos los judíos. Pero, ¿alguno de ustedes ha visto 100 cadáveres apilados uno detrás del otro? Esto no puede ser una feliz declaración de intenciones. Hay que estar bien firmes, y llevar a cabo un plan. No dejarse ganar por débiles sentimientos humanitarios.

Dos mil cajones desparramados en un plaza

Ayer visité la exposición-homenaje del monumento al genocidio judío en Europa. En una de las salas se detalla la cantidad de judíos asesinados por país. El ránking lo encabeza Polonia, con entre un millón y medio y un millón, seguida del combo Ucrania-Rusia-Belorrusia (un millón) y Alemania (creo que 150 mil). Había algunos testimonios de familias arrasadas. Una con 14 integrantes, de los que sólo dos sobrevivieron, uno de ellos escondido dos años en un sótano. El otro resistió en el campo de concentración.

Me acuerdo de mi abuelo y de mi abuela. Él tenía cerca de 20 años cuando se escapó. Ella menos. No se conocían, se encontraron en Argentina después de exiliarse en el período de entreguerras, seguramente escapándose de los pogroms y del clima hostil de Polonia.

Casi todos los hermanos de mi abuelo fueron asesinados por los nazis. Uno se salvó cuando era trasladado con su mujer y su hijito a un campo de concentración (usaban la palabra traslado, como cuando a uno lo destinan a las oficinas de otra ciudad de una misma empresa). El camión traqueteaba en caminos sinuosos, rodeado de bosques y de otras almas en pena, hacinados camino a no sé dónde pero imposible que fuera peor que el ghetto. Ellos tres olfateaban más desgracia. Ella llevaba un pañuelo en la cabeza y el niño dormitando en sus brazos. Sin manta ni nada. Con ojos secos y tiernos miró al nene, después levantó la cabeza en un gesto señorial, escrutó la cara huesuda -cara de nada- de su novio, y le dijo salvate vos, nosotros vamos a estar bien, mi amor. Él no le creyó, pero le hizo caso. Saltó del camión en movimiento, y se escondió en el bosque.

Por una semana, tierra y remordimiento fueron sus únicas comidas. Luego consiguió una familia que lo escondería hasta el final de la guerra. En algún lugar de América, cuarenta años después, su cuerpo se apagó. La vida, en cambio, se le había terminado hace mucho, entre harapientos y desgraciados, en la caja de un camión donde cientos de personas iban calladas, como en estado de resignación, donde un niño dormido de hambre y un amor que se había olvidado cómo llorar lo despidieron escuetamente o con dignidad, a esa altura daba lo mismo.

Mi abuelo Saúl murió en Buenos Aires, en 1987, cuando yo tenía cuatro años. Casi no tengo recuerdos de él, aunque dicen que me quería mucho y que me ayudó a dejar el chupete. Le había quedado un pasatiempo de su adolescencia en Polonia, país del que aborrecía y al que nunca más regresó. Su hobby consistía en levantar mesas ratonas con los dientes. Ya veo que es difícil tomarle cariño a un país que te dejó eso como legado de juventud.

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