17.4.13

Con el tiempo

De chiquito, yo me subía a su cama y veíamos alguna telenovela. Mi papá esperaba, solo, en el comedor: leía un libro, miraba la tele o hacía dibujitos en un pedazo de papel que hubiera quedado suelto. No nos interrumpía. En esa época no teníamos televisión por cable, así que podían verse solamente cuatro canales. Papá siempre veía el programa de Bernardo Neustadt a quien insultaba durante toda la transmisión. Yo lo sabía porque un día lo había espiado. Se sentaba a veinte centímetros del televisor y le discutía al periodista cada uno de sus argumentos. Me parece que a veces no sabía de qué estaba hablando, entonces se la agarraba con su persona: “¡¿Vos venís a hablar de respeto, hijo de puta?!”. En otras ocasiones, ya casi besando el cristal del aparato, le enrostraba su pasado: “¡Yo no me olvido de cuando le festejabas los chistes a Videla!”.

Mamá y yo teníamos nuestra propia galaxia: era en su habitación, donde mirábamos “Por Siempre Mujercitas”, una serie que tenía seguidoras empedernidas de su edad pero que en la escuela nadie conocía. Recuerdo el capítulo en que Carla, la enfermera mala de la serie, le inyectó una dosis de morfina menor a la indicada a un paciente que había tenido un accidente doméstico. El señor se despertaba a cada rato y gritaba del dolor. Carla lo miraba desde la puerta de la habitación sin que el paciente la notara, y, mala como era, no intervenía. Ese día mamá no comentó nada, aunque, podía verlo en la rigidez de su boca –en ese gesto de bronca reconcentrado que tantas veces le vi cuando se enojaba conmigo–, reprobaba con ferocidad las actitudes de Carla.

Con el tiempo, aprendí que mi hermano y yo habíamos sido para nuestra mamá una oportunidad de corregir el rumbo de una vida insatisfecha. Llegamos al límite de las posibilidades, como un gol que se hace sobre la hora. En cambio, nunca supe bien qué fuimos para papá. Él ya tenía dos hijos y, con nosotros, se trataba simplemente de repetir la experiencia. Hay que ser justos: para las cosas importantes, él siempre estaba. Si en la escuela organizaban una reunión de padres, él iba; si me lastimaba el tobillo jugando al fútbol, me pasaba a buscar y me llevaba a la guardia; si me iba mal en la escuela, se sentaba conmigo y me enseñaba. Estaba en mis cumpleaños. No puede decirse que no cumpliera, pero uno, a un padre, le exige más: le pide entusiasmo. Uno quisiera que fuera el más bobo de todos los padres. Desearía que, de bebé, le hubiesen hecho todas las morisquetas (uno no lo recuerda, pero tiene la certeza de que no se las hicieron).

En casa, los besos, los abrazos, incluso las palmadas, se daban a destiempo. Eran arrebatos de gente que no sabía muy bien qué hacer con sus cuerpos. Los niños éramos tratados como adultos pequeños, y reinaba el desencanto. Si se besaban, mamá y papá, lo hacían como en broma. Necesitaban una excusa para asaltarse.

No me pedían que levantara los platos, ni que saludara a la abuela ni que hiciera la tarea del colegio. A su modo, mamá me daba a entender que debía saludarla cada mañana y que debía anotar quién la llamaba por teléfono. Si me olvidaba de hacerlo, su reacción era desmesurada, duradera y, a los ojos de un chico menor de diez años, parecía definitiva. Sus brotes eran memorables y dejaban en nuestros estados de ánimo la huella que un fierro caliente deja en el lomo de un animal. Quedaba una herida latiendo. Me gritaba y traía a cuento cosas malas que yo había hecho hacía mucho tiempo; cosas que yo no recordaba, pero, confiaba en ella, pues era mi mamá, había cometido. Los labios se le volvían finitos y tensos y se aferraban a sus dientes inferiores. La cara se le ponía de un color rojo tragedia y sus mejillas quedaban incendiadas. De tanto comerse las uñas, se le veía la carne viva de los dedos. También se comía esa carne. El aleteo de sus pestañas, en una cara llena de tics, parecía ingobernable.

Papá tenía sus rayes, pero se los guardaba para él –algo que aprendí a agradecerle–. En relación con nuestra crianza, ninguno de mis padres era un delirante. Más allá de sus temperamentos personales, sabían que lo importante era actuar con espíritu de cuerpo: transmitir coherencia entre los integrantes. En ese sentido, su pareja era una roca. Con su apoyo o su indiferencia, papá hacía parecer razonables los estallidos de mamá. Dejar que ella hiciera era tal vez su forma de hacerme notar que, pequeño o grande, yo había cometido un error que debía registrar y del que debía aprender. O, quizás, no había en su connivencia otro propósito que el de minimizar las asperezas entre ellos. Era más fácil estar de su lado.

A veces, las escenas de “Por Siempre Mujercitas” eran pasatistas y con mamá nos relajábamos. El casamiento de Rubén y Milagros, los protagonistas de la telenovela, lo celebramos más que la propia boda de mis padres, que, según me dijeron ellos, había sido un trámite administrativo. Yo tenía cinco años el día que hicieron ese trámite. Mamá se casaba por primera vez, a sus cuarenta y cuatro años, mientras que papá ya se había casado antes, con otra mujer, que le había negado el divorcio durante muchísimos años. Mamá explicó que ahora éramos una familia.

El día de la boda de Rubén y Milagros, me citó en la habitación cinco minutos antes de que empezara el programa, y comentó: “A ver si estos dos se deciden a ser felices de una buena vez”. Mi expectativa era grande. Recuerdo esa noche porque mamá me dejó comer caramelos en la cama y porque lloró en la escena en que Rubén le puso el anillo en el dedo a Milagros. No fue el llanto habitual, desbocado, que la asaltaba cuando peleaba con papá. Esa noche las lágrimas le bajaban muy despacio y no eran acompañadas por ninguna expresión (cuando se peleaba, en cambio, salían a los tropezones y eran seguidas por los peores gestos). Sus ojos estaban atentos a lo que sucedía en la pantalla. La cara no decía nada en particular: podría haber estado pidiendo comida por teléfono. Yo no quería mirarla para no interrumpir. Rubén y Milagros se besaron y juraron que se acompañarían. Me sentí triste como nunca. No aguanté más y giré de costado para mirarla; me hubiese gustado que me explicara por qué estábamos tan tristes. Que me dijera qué estaba pasando. Ella dejó caer su cuerpo hacia adelante hasta quedar casi mirando el techo. Tanteó con una mano la colcha y fue agarrando los envoltorios de los caramelos, que habían quedado desparramados. Los puso en mi mano, en un montoncito, y me dijo: “Andá, tiralos al tacho y decile a papá que me voy a dormir”.

7.7.12

Hace más de un año que no publico. Me metí para adentro. Mal. No compartí texto con nadie. Bueno, sí, en el taller de escritura. Regulado. Me puse a trabajar en negocios. Gané algo de plata para tener meses holgados. Me llaman del banco para que pague la cuenta corriente. Comisión paquete de mantenimiento. Veo los deseos de 2011 y los hice un poco ese año y un poco este otro. Me faltan un montón. Algunos ya no los haré. Pensé en volver. Con insistencia. No lo pude evitar. Gané en estabilidad. Emociones enfrascadas, iguales. Planteé escenarios y los aceleré. Un poco hubo.

Este blog fue un paso que ya di. Ahora solo entré a chusmear y a hacer tiempo.

Me gusta más escribir que leer.

12.2.11

pausita

se acabó
por un rato
esta fiesta íntima
que se volvió muy compartida
con más testigos de lo aconsejable
le seguiré dando al cuaderno
ya no pasan tanto unas cosas
y pasan otras viejas-nuevas
ya salí al sol, ahora a bucear por dentro
un rato largo

14.1.11

Ideas sobre la improvisación #2

Improvisar es un monólogo de uno, una provocación a sí mismo, un maremoto aparentemente inconexo que ordena las piezas sobre la marcha.

Improvisar es para cualquiera que acepte el desafío.


Es aconsejable tener el cuerpo suelto, gestualidad gomosa o distraída.

Las manos pequeñas, flexibles absolutamente todas las articulaciones (estoy pensando en las muñecas de Liji).

También, para improvisar, hay que estar muy atento. Mandarse sin más, intervenir la orquesta cuando se vea el hueco. Sin recaudos, pero con los segundos contados.

Un exceso improvisativo puede quitarle sustancia a la obra, cuyo contorno debe ser lo único a respetar (estoy hablando, por ejemplo, de música).

Relacionados:

12.1.11

Ideas sobre la improvisación #1

Para improvisar hay que olvidarse de uno.

En el momento de la improvisación no cabe reflexión alguna.

Un síntoma de haberse entregado a la improvisación es no recordar en absoluto su contenido (sólo queda la sensación eléctrica del momento presente vivido a pleno).

Para el que no improvisa, nunca es la primera vez. Nunca se sorprende.


¿Qué es enemigo de la improvisación?

Anticipar el escenario.

Pensar el contexto.

Visualizar posibles errores sucediendo.

Recordar la reprobación del otro en situaciones supuestamente similares a las que se están por desarrollar. 

¿Qué facilita la improvisación?

Sentir el cuerpo bien gravitado, que es igual a la confianza

Explotar el lado peculiar o maldito

Desarrollar la cualidad de no tenerle miedo al silencio o al vacío de voces
 
Estaría bueno que Divino Reusch, el Pianista del Cine Mudo y otros improvisadores de fuste aporten su decálogo

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10.1.11

ojala


Hay una forma de hacer psicoanálisis que a mí no me sirve. Básicamente consiste en vomitarle al terapeuta todo el tóxico acumulado y quedarse en un regodeo perverso de broncas y llantos donde uno se hace el pobrecito y decide situarse, casi sin darse cuenta, en una posición de inmovilidad: desde ese refugio verifica que pasar a la acción que lleva a los cambios no es un buen negocio; se arma un discursito escéptico, de distanciamiento, y reposa en la hamaca de la invalidez.

Lamentarse no es el problema en sí mismo. El inconveniente de este modo de transcurrir la terapia comienza cuando el quejido se transforma en una paja eterna de autocompasión: ¡ay, pobre de mí! es la exclamación – el pobre enfermito se las arregla para ser el centro de todas las miradas.


Falta de talento, familia neurótica: ¡latigazo! Fealdad, mala suerte, mala genética: ¡latigazo otra vez! Como víctimas, desde una posición miedosa, azuzamos enemigos que nos paralizan y nos sacan el peso de responsabilizarnos de nuestro crecimiento. Desentenderse de tomar las riendas del desarrollo propio alivia como el chupete al niño eternamente cobijado. Crecer, en cambio, requiere mirarse desde afuera de forma implacable, con ternura pero sin piedad.

Para convertirse en persona hay que dejar atrás mucho lastre. A veces hay que escapar de situaciones en las que uno se ve obligado a decir que no constantemente.

A pesar de ciertos terapeutas, el intercambio verbal, llegado un punto, no sirve para nada: es una excusa para evitar afrontar los retos, es hacer gimnasia con la lengua sin avanzar un solo centímetro. Estos psicoanalistas no conciben otra salida que la de la concordancia entre las partes. Veneran al dios del diálogo y entienden la vida como una sucesión de etapas de transición, donde la ruptura es siempre apresuramiento o inmadurez y nunca un gesto de salud mental.

Hay una opción que grita: salta, y después piensa todo lo que quieras. La otra opción susurra lo opuesto: piensa hasta el último detalle, y una vez que estés seguro salta. Yo abogo por la primera. Defiendo el escapar como sea, como se pueda, de las situaciones artificiales. Me lo enseñó el payaso lisérgico. A sus palabras sabias agrego que la acción violenta espontánea, si sirve para respirar, es una herramienta válida de crecimiento. Aunque este camino implique cortar ciertos cordones a mordiscazos.

Notas relacionadas:

4.1.11

Frigidez creativa


Se le atribuye a Roberto Arlt la frase “el futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”. Es una linda consigna, tranquiliza: no se trata de ser bueno sino de insistir hasta el hartazgo.

Yo creo en esa proclama. Suscribo a la idea de que existe una conexión entre la prepotencia –entendida libremente como repetición incesante- y la calidad. Entiendo que una tarea manantial y sistemática deviene de algún modo en expresión refinada. La otra parte de la frase -si el futuro es nuestro o de otro- me tiene sin cuidado.


Mi ídolo Rozitchner habla de la gente que padece bloqueos creativos. Híper exigentes, a estas personas les cuesta empezar a escribir, pintar o tocar. La solución que él plantea es la de desplazar la exigencia desde la calidad hacia la cantidad. El único compromiso, dice, debe ser el de la producción abundante, sin excusas ni feriados. Acercarse a la calidad a través de una obstinación cuantiosa. Rodearla. Acumular miles de millas de práctica.

Se trata de soltar la mano para que la fluidez encuentre su sitio. Tomar de rehén a la pureza, abrirse camino de a cien machetazos.

En este proceso de avasallamiento productivo la inteligencia crítica es el principal obstáculo. Es un recurso a utilizar luego, cuando haya que seleccionar el material disponible, pero hasta ese entonces es preferible tenerlo bien lejos. Fuera de aquí con tus sermones. No quiero un dique para este río.

Declarar en huelga al corrector es requisito para dar un paso adelante en la tarea creativa. Despreciar la calidad para ganarla, agregaría Rozitchner. Si uno ablanda el terreno y hace espacio, las ideas empiezan a caer como lemmings: aparecen por todos lados y se esparcen. Al producir material abundante mil ideas surgen listas para salir al ruedo. Es de esa exuberancia que la calidad se nutre.

Si el músico compone fragmentitos todos los días, durante un año, tendrá sus 12 buenas canciones más pronto que tarde. Lo mismo sucede con el pintor y sus cuadros; con el alfarero y sus vasijas.

Así como no hay parálisis creativa que resista el cascoteo incesante del deseo trabajado tampoco hay belleza que no nazca de un querer insistente y disciplinado.

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29.12.10

23 deseos 2011


Quiero…

Enamorarme de 3 nuevos músicos

Aprender a tocar el saxo

Huir de la pentatónica

Enterrar para siempre Perro Bulldog, mi hit adolescente

Ser un buen meditador

Aprender a componer

Ponerle letra a una canción ajena

Aprender a cocinar 3 platos elaborados

No pensar en volver

Traer a los que valgan la pena, a los imprescindibles

Leer mucho sobre budismo

Encontrar mis refugios ciudadanos

Hacer mi casa acogedora

Meterme en una zapada e improvisar

Creerme la del sahumerio

Ganar plata para no tener que limpiar

Encontrar a la gente indicada

Hacer acá lo que me gustaba allá

Buscar un poco menos y valorar un poco más

Ser un tío (uncle) copado

Ver más seguido a los buenos

Sacar con la guitarra una canción completa de oído

Que Spinetta me dé un beso en la frente


Inspirado en: Eterna Cadencia

14.12.10

La improvisación - Entrevista con Divino Reusch | Parte II

La divinidad de Reusch, el payaso lisérgico, no radica simplemente en su nombre de pila. Envalontonado por el cariz favorable que tomaba la entrevista (pueden ver la primera parte haciendo click en el anterior link) comenzó a imponer una condición: la de alternar reflexión con PNT. Machacó durante la hora y media que duró la charla con el nombre de la marca de jamones que lo auspicia. Sin ton ni son, sin ritmo ni swing, el tipo se empecinó en meter su chivo a destiempo. ¿Habrá logrado derribar murallas insondables? Continuemos con sus disquisiciones sobre la improvisación.


FRASE DESTACADA: ¿Podemos terminar la entrevista así vamos a un lugar más fresco?

¿Hasta qué punto el exceso en la preparación puede atentar contra una buena improvisación?
Depende de la forma en que te prepares.

¿Hay una forma de que, si uno se empieza a sobrecargar de…
¿Si hay una forma de prepararse mal? Sí.

¿Cuál es?
Empezar a planear lo que debe ser por encima de lo que es o de lo que va a ser. Lo único que no podés predecir es cómo va a ser. Si le ponés un deber ser, en el fondo es una forma de ser que estás esperando que sea. En una improvisación interactuada, sea con otro o con el público, siempre tenés que estar abierto a que no te agarre mal parado. Es como en el fútbol. Si desde que sacás del arco vas a estar pensando en ponerle al 9 un pase en cortada, posiblemente la jugada sea muy evidente. En cambio, si vas viendo si conviene dársela al 7 o al 9, y de repente metés el pase justo…

¿Creés importante evidenciar ante el público la vulnerabilidad de estar actuando sin guión?
No. Depende. Cada improvisador tiene un personaje montado que tiene que ver con su yo interior. Si ese yo interior está planteado como el de uno que nunca se equivoca, que es invulnerable, su actuación va a tratar sobre eso y estará bien que así sea. También puede ser que la persona haga cómplice al público de que tiene un mal día… Uno genera las situaciones y éstas demandan una forma de actuar que no es única pero que les queda natural. Si la situación se desenvuelve naturalmente, siempre va bien. Todo lo que no es artificioso va bien.

¿Cómo te das cuenta de eso?
Tenés que ver cómo lo sentís en el momento: qué miradas hay del otro lado, qué es lo que querés generar. Depende de muchos factores. La base de la improvisación es la inteligencia práctica.

Contame un poco cómo es eso
No se trata de la misma inteligencia que requiere escribir una buena obra, planear una buena clase o una buena entrevista laboral. La base de la inteligencia práctica es poder ser lo que uno quiere ser y, al mismo tiempo, lo que el otro quiere que seas, en el momento en que la situación lo demanda. Se trata de poder leer lo que la situación quiere o necesita. Y para eso hay que saber mirar los distintos factores que intervienen. Saber leer a través de los elementos que te arroja la realidad. Después podés o no ser un buen representador de lo que debe ser, podés, en una obra, quedar chico o quedar bien de movimiento. Cuanto más inteligente sos, más podés percibir la cara con la que te está mirando la persona del público.

Puede haber una tensión entre lo que querés desarrollar y lo que el otro espera de vos
No importa. Vos sos lo que sos. Salvo que seas un eunuco que quiere hacer lo que el otro espera. Vos sos lo que sos, pero el otro espera lo que sos vos.

¿Cuáles son las señales que, en medio de la improvisación, te dan la pauta de que lo estás haciendo bien?
La señal es la comodidad de la situación. Uno siente cuando se da con naturalidad. Pasa con otras cosas. Cuando una persona te está ocultando algo, la situación se empieza a hacer innatural. Y lo sabés por eso, no por otra cosa. Cuando te llevás mal con alguien, hables o estés en silencio vas a sentir una rispidez. Hay que hacerle caso a la sensibilidad de uno.

¿Creés que la sensibilidad, el sentido interno, a veces están un poco solapados por otro tipo de aprobaciones que uno busca?
No lo sé. Esa también es una forma de sensibilidad, son también formas de sentir. No es la que uno más le gusta, a uno le pueden parecer impropias, pero es una forma de sensibilidad. ¿Podemos terminar así vamos a un lugar más fresco?

Dame 5 minutos más.
Es que me encajaste una entrevista. Yo podría hacerla mucho más lúdicamente, pero tendría que tomar 3 birras más.

Reusch, a mí me interesa este estado. Después le sumamos el otro.
Estás haciendo lo que yo te dije que iba a hacer alguna vez: ir escribiendo narraciones de borracho, ¿te acordás?

No
En el fondo, todas tus grandes ideas tienen parte de las mías. Pero no son plagios, porque las hemos compartido cuando éramos chicos. Cuando uno es chico tiene grandes ideas, que no las hace porque le faltan cosas.

Ahora tal vez tenemos esas cosas pero nos falta tiempo para concretarlas. O huevos.
Creo que ahora es cuando hay que concretarlas. Ahora tenés todo. Si te faltan huevos es un problema tuyo, pero por lo menos que las concretes no depende de tu papá o de cualquier otra cosa.

Creo que voy a desgrabar la conversación y ponerla en el blog. La voy a titular “Conversaciones taciturnas”.
Poné “Conversaciones entre Adolfo y Adolfito”. O Reusch, la marca de guantes… ¿En serio la vas a poner en el blog? ¿Por qué no ponés algo más rico? Me dijiste que estabas haciendo un estudio sobre la emancipación del buitre.

Sobre la improvisación. Y quisiera volver a eso. ¿De qué pequeñas formaciones, ejercicios  o prácticas te nutrís para la actividad improvisativa?
Para empezar, yo todas las mañanas tomaba leche fortificada de La Vascongada.

Reusch, no quiero la respuesta Capusotto.
Me voy a levantar, Adolfo…

Tengo entendido que practicaste clown. Me gustaría preguntarte…

El entrevistado se escapa por los pasillos de la casa. Enfila enfurruñado hacia la pileta pelopincho del patio. El entrevistador lo escolta. La voz se pierde en un fade out.
“¿Ves?”, espeta Reusch, “en este momento no estás pudiendo improvisar la entrevista, porque me estás persiguiendo con un micrófono”.

Porque te estás rajando. Me gustaría que te des cuenta de que no te vas a convertir en Pappo por reaccionar como Pappo.
¿Querés que te lo diga con todas las letras?

Y profiere contundente y en mayúsculas el nombre de la marca de jamones que lo patrocina. SADIA.

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