De chiquito, yo me subía a su cama y veíamos alguna telenovela. Mi papá esperaba, solo, en el comedor: leía un libro, miraba la tele o hacía dibujitos en un pedazo de papel que hubiera quedado suelto. No nos interrumpía. En esa época no teníamos televisión por cable, así que podían verse solamente cuatro canales. Papá siempre veía el programa de Bernardo Neustadt a quien insultaba durante toda la transmisión. Yo lo sabía porque un día lo había espiado. Se sentaba a veinte centímetros del televisor y le discutía al periodista cada uno de sus argumentos. Me parece que a veces no sabía de qué estaba hablando, entonces se la agarraba con su persona: “¡¿Vos venís a hablar de respeto, hijo de puta?!”. En otras ocasiones, ya casi besando el cristal del aparato, le enrostraba su pasado: “¡Yo no me olvido de cuando le festejabas los chistes a Videla!”.
Mamá y yo teníamos nuestra propia galaxia: era en su habitación, donde mirábamos “Por Siempre Mujercitas”, una serie que tenía seguidoras empedernidas de su edad pero que en la escuela nadie conocía. Recuerdo el capítulo en que Carla, la enfermera mala de la serie, le inyectó una dosis de morfina menor a la indicada a un paciente que había tenido un accidente doméstico. El señor se despertaba a cada rato y gritaba del dolor. Carla lo miraba desde la puerta de la habitación sin que el paciente la notara, y, mala como era, no intervenía. Ese día mamá no comentó nada, aunque, podía verlo en la rigidez de su boca –en ese gesto de bronca reconcentrado que tantas veces le vi cuando se enojaba conmigo–, reprobaba con ferocidad las actitudes de Carla.
Con el tiempo, aprendí que mi hermano y yo habíamos sido para nuestra mamá una oportunidad de corregir el rumbo de una vida insatisfecha. Llegamos al límite de las posibilidades, como un gol que se hace sobre la hora. En cambio, nunca supe bien qué fuimos para papá. Él ya tenía dos hijos y, con nosotros, se trataba simplemente de repetir la experiencia. Hay que ser justos: para las cosas importantes, él siempre estaba. Si en la escuela organizaban una reunión de padres, él iba; si me lastimaba el tobillo jugando al fútbol, me pasaba a buscar y me llevaba a la guardia; si me iba mal en la escuela, se sentaba conmigo y me enseñaba. Estaba en mis cumpleaños. No puede decirse que no cumpliera, pero uno, a un padre, le exige más: le pide entusiasmo. Uno quisiera que fuera el más bobo de todos los padres. Desearía que, de bebé, le hubiesen hecho todas las morisquetas (uno no lo recuerda, pero tiene la certeza de que no se las hicieron).
En casa, los besos, los abrazos, incluso las palmadas, se daban a destiempo. Eran arrebatos de gente que no sabía muy bien qué hacer con sus cuerpos. Los niños éramos tratados como adultos pequeños, y reinaba el desencanto. Si se besaban, mamá y papá, lo hacían como en broma. Necesitaban una excusa para asaltarse.
No me pedían que levantara los platos, ni que saludara a la abuela ni que hiciera la tarea del colegio. A su modo, mamá me daba a entender que debía saludarla cada mañana y que debía anotar quién la llamaba por teléfono. Si me olvidaba de hacerlo, su reacción era desmesurada, duradera y, a los ojos de un chico menor de diez años, parecía definitiva. Sus brotes eran memorables y dejaban en nuestros estados de ánimo la huella que un fierro caliente deja en el lomo de un animal. Quedaba una herida latiendo. Me gritaba y traía a cuento cosas malas que yo había hecho hacía mucho tiempo; cosas que yo no recordaba, pero, confiaba en ella, pues era mi mamá, había cometido. Los labios se le volvían finitos y tensos y se aferraban a sus dientes inferiores. La cara se le ponía de un color rojo tragedia y sus mejillas quedaban incendiadas. De tanto comerse las uñas, se le veía la carne viva de los dedos. También se comía esa carne. El aleteo de sus pestañas, en una cara llena de tics, parecía ingobernable.
Papá tenía sus rayes, pero se los guardaba para él –algo que aprendí a agradecerle–. En relación con nuestra crianza, ninguno de mis padres era un delirante. Más allá de sus temperamentos personales, sabían que lo importante era actuar con espíritu de cuerpo: transmitir coherencia entre los integrantes. En ese sentido, su pareja era una roca. Con su apoyo o su indiferencia, papá hacía parecer razonables los estallidos de mamá. Dejar que ella hiciera era tal vez su forma de hacerme notar que, pequeño o grande, yo había cometido un error que debía registrar y del que debía aprender. O, quizás, no había en su connivencia otro propósito que el de minimizar las asperezas entre ellos. Era más fácil estar de su lado.
A veces, las escenas de “Por Siempre Mujercitas” eran pasatistas y con mamá nos relajábamos. El casamiento de Rubén y Milagros, los protagonistas de la telenovela, lo celebramos más que la propia boda de mis padres, que, según me dijeron ellos, había sido un trámite administrativo. Yo tenía cinco años el día que hicieron ese trámite. Mamá se casaba por primera vez, a sus cuarenta y cuatro años, mientras que papá ya se había casado antes, con otra mujer, que le había negado el divorcio durante muchísimos años. Mamá explicó que ahora éramos una familia.
El día de la boda de Rubén y Milagros, me citó en la habitación cinco minutos antes de que empezara el programa, y comentó: “A ver si estos dos se deciden a ser felices de una buena vez”. Mi expectativa era grande. Recuerdo esa noche porque mamá me dejó comer caramelos en la cama y porque lloró en la escena en que Rubén le puso el anillo en el dedo a Milagros. No fue el llanto habitual, desbocado, que la asaltaba cuando peleaba con papá. Esa noche las lágrimas le bajaban muy despacio y no eran acompañadas por ninguna expresión (cuando se peleaba, en cambio, salían a los tropezones y eran seguidas por los peores gestos). Sus ojos estaban atentos a lo que sucedía en la pantalla. La cara no decía nada en particular: podría haber estado pidiendo comida por teléfono. Yo no quería mirarla para no interrumpir. Rubén y Milagros se besaron y juraron que se acompañarían. Me sentí triste como nunca. No aguanté más y giré de costado para mirarla; me hubiese gustado que me explicara por qué estábamos tan tristes. Que me dijera qué estaba pasando. Ella dejó caer su cuerpo hacia adelante hasta quedar casi mirando el techo. Tanteó con una mano la colcha y fue agarrando los envoltorios de los caramelos, que habían quedado desparramados. Los puso en mi mano, en un montoncito, y me dijo: “Andá, tiralos al tacho y decile a papá que me voy a dormir”.
Mamá y yo teníamos nuestra propia galaxia: era en su habitación, donde mirábamos “Por Siempre Mujercitas”, una serie que tenía seguidoras empedernidas de su edad pero que en la escuela nadie conocía. Recuerdo el capítulo en que Carla, la enfermera mala de la serie, le inyectó una dosis de morfina menor a la indicada a un paciente que había tenido un accidente doméstico. El señor se despertaba a cada rato y gritaba del dolor. Carla lo miraba desde la puerta de la habitación sin que el paciente la notara, y, mala como era, no intervenía. Ese día mamá no comentó nada, aunque, podía verlo en la rigidez de su boca –en ese gesto de bronca reconcentrado que tantas veces le vi cuando se enojaba conmigo–, reprobaba con ferocidad las actitudes de Carla.
Con el tiempo, aprendí que mi hermano y yo habíamos sido para nuestra mamá una oportunidad de corregir el rumbo de una vida insatisfecha. Llegamos al límite de las posibilidades, como un gol que se hace sobre la hora. En cambio, nunca supe bien qué fuimos para papá. Él ya tenía dos hijos y, con nosotros, se trataba simplemente de repetir la experiencia. Hay que ser justos: para las cosas importantes, él siempre estaba. Si en la escuela organizaban una reunión de padres, él iba; si me lastimaba el tobillo jugando al fútbol, me pasaba a buscar y me llevaba a la guardia; si me iba mal en la escuela, se sentaba conmigo y me enseñaba. Estaba en mis cumpleaños. No puede decirse que no cumpliera, pero uno, a un padre, le exige más: le pide entusiasmo. Uno quisiera que fuera el más bobo de todos los padres. Desearía que, de bebé, le hubiesen hecho todas las morisquetas (uno no lo recuerda, pero tiene la certeza de que no se las hicieron).
En casa, los besos, los abrazos, incluso las palmadas, se daban a destiempo. Eran arrebatos de gente que no sabía muy bien qué hacer con sus cuerpos. Los niños éramos tratados como adultos pequeños, y reinaba el desencanto. Si se besaban, mamá y papá, lo hacían como en broma. Necesitaban una excusa para asaltarse.
No me pedían que levantara los platos, ni que saludara a la abuela ni que hiciera la tarea del colegio. A su modo, mamá me daba a entender que debía saludarla cada mañana y que debía anotar quién la llamaba por teléfono. Si me olvidaba de hacerlo, su reacción era desmesurada, duradera y, a los ojos de un chico menor de diez años, parecía definitiva. Sus brotes eran memorables y dejaban en nuestros estados de ánimo la huella que un fierro caliente deja en el lomo de un animal. Quedaba una herida latiendo. Me gritaba y traía a cuento cosas malas que yo había hecho hacía mucho tiempo; cosas que yo no recordaba, pero, confiaba en ella, pues era mi mamá, había cometido. Los labios se le volvían finitos y tensos y se aferraban a sus dientes inferiores. La cara se le ponía de un color rojo tragedia y sus mejillas quedaban incendiadas. De tanto comerse las uñas, se le veía la carne viva de los dedos. También se comía esa carne. El aleteo de sus pestañas, en una cara llena de tics, parecía ingobernable.
Papá tenía sus rayes, pero se los guardaba para él –algo que aprendí a agradecerle–. En relación con nuestra crianza, ninguno de mis padres era un delirante. Más allá de sus temperamentos personales, sabían que lo importante era actuar con espíritu de cuerpo: transmitir coherencia entre los integrantes. En ese sentido, su pareja era una roca. Con su apoyo o su indiferencia, papá hacía parecer razonables los estallidos de mamá. Dejar que ella hiciera era tal vez su forma de hacerme notar que, pequeño o grande, yo había cometido un error que debía registrar y del que debía aprender. O, quizás, no había en su connivencia otro propósito que el de minimizar las asperezas entre ellos. Era más fácil estar de su lado.
A veces, las escenas de “Por Siempre Mujercitas” eran pasatistas y con mamá nos relajábamos. El casamiento de Rubén y Milagros, los protagonistas de la telenovela, lo celebramos más que la propia boda de mis padres, que, según me dijeron ellos, había sido un trámite administrativo. Yo tenía cinco años el día que hicieron ese trámite. Mamá se casaba por primera vez, a sus cuarenta y cuatro años, mientras que papá ya se había casado antes, con otra mujer, que le había negado el divorcio durante muchísimos años. Mamá explicó que ahora éramos una familia.
El día de la boda de Rubén y Milagros, me citó en la habitación cinco minutos antes de que empezara el programa, y comentó: “A ver si estos dos se deciden a ser felices de una buena vez”. Mi expectativa era grande. Recuerdo esa noche porque mamá me dejó comer caramelos en la cama y porque lloró en la escena en que Rubén le puso el anillo en el dedo a Milagros. No fue el llanto habitual, desbocado, que la asaltaba cuando peleaba con papá. Esa noche las lágrimas le bajaban muy despacio y no eran acompañadas por ninguna expresión (cuando se peleaba, en cambio, salían a los tropezones y eran seguidas por los peores gestos). Sus ojos estaban atentos a lo que sucedía en la pantalla. La cara no decía nada en particular: podría haber estado pidiendo comida por teléfono. Yo no quería mirarla para no interrumpir. Rubén y Milagros se besaron y juraron que se acompañarían. Me sentí triste como nunca. No aguanté más y giré de costado para mirarla; me hubiese gustado que me explicara por qué estábamos tan tristes. Que me dijera qué estaba pasando. Ella dejó caer su cuerpo hacia adelante hasta quedar casi mirando el techo. Tanteó con una mano la colcha y fue agarrando los envoltorios de los caramelos, que habían quedado desparramados. Los puso en mi mano, en un montoncito, y me dijo: “Andá, tiralos al tacho y decile a papá que me voy a dormir”.